“Geopolíticas de la imagen en la sociedad del conocimiento”: la propuesta temática de esta reunión tiene algo de abismal. Geopolítica alude a grandes estructuras mundiales, y, referida a sociedad del conocimiento, implica el poder cultural o simbólico en las prácticas del saber. Pero en el medio están las imágenes. Y no podemos eludir el contexto en el que nos convoca este foro de Madrid, situado dentro de la feria de arte ARCO. ¿De qué imágenes hablamos? No se trata de un congreso de mercadotecnia, ni de expertos en propaganda electoral, ni de radiólogos, ámbitos donde también se usa este término. ¿O acaso significa algo para las prácticas artísticas esta diseminación de la palabra imagen, o sea el modo en que las empresas aparecen en el mercado, los políticos configuran su presencia pública, y la manera en que muchos hospitales indican el lugar donde nos tomarán las radiografías? No faltan obras en el arte contemporáneo que se conecten con estos otros empleos de las imágenes. Artistas, curadores y museos despliegan procedimientos visuales semejantes a los que se usan para colocar productos en los mercados, políticos en las disputas públicas y representaciones médicas del cuerpo.
Primer problema: el entrelazamiento entre las intenciones de los artistas y las estructuras sociales y políticas que organizan las imágenes. Las ciencias sociales han hecho visible que lo que sucede con las imágenes trasciende las intenciones de los creadores y tiene que ver con instituciones como los museos y las revistas, con redes de interacción social complejas como los mercados, ferias y bienales, y últimamente con circuitos de poder económico nacional y transnacional. Las imágenes, lo imaginado y lo imaginario, dice Arjun Appadurai, son prácticas sociales, “una forma de trabajo” (en el sentido de labor y práctica cultural organizada) y “una forma de negociación entre las distintas opciones de la acción individual y sus campos de posibilidad, definidos globalmente” (Appadurai, 1996: 27-47). No obstante, pese al reconocimiento de lo social o supraindividual, es significativo que los desempeños de los sujetos conserven un peso mayor en el análisis de imágenes artísticas que en otras áreas.
En el sistema económico y financiero es difícil identificar sujetos responsables. Los Estados tienen cada vez menos capacidad de intervenir en los procesos socio-económicos. Las empresas transnacionales han ido perdiendo los nombres propios que en otro tiempo hacían más fácil Néstor García Canclini atribuir a los señores Ford o Rockefeller las desdichas del mundo. Los medios de comunicación, que expanden a escala global las imágenes de la televisión, la moda y la publicidad, dispersan en muchos países sus fábricas y oficinas, desdibujan su identidad bajo siglas cuyo significado la mayoría desconoce: CNN, MTV, BMG, EMI.
En cambio, en los campos que aún llamamos artísticos, la producción y valoración de las imágenes sigue apareciendo vinculada a nombres de sujetos. Después de las muertes del autor y del artista–dios ciertas figuras de la subjetividad resurgen con un vigor curioso en los procesos culturales. Las siglas globales aparecen como patrocinadoras indescifrables de la cultura visual mediática y mundializada, y aun de las exposiciones y bienales artísticas, en tanto las obras y la curaduría de las exposiciones destacan los nombres de sujetos creadores.
Quiero averiguar cuánto puede iluminarnos seguir esta doble vía: el examen estructural de los cambios geopolíticos en la administración de las imágenes junto con el papel protagónico mantenido por los sujetos como creadores, innovadores y organizadores de las imágenes.
2. ¿Geopolítica? ¿Qué ganamos al colocar los procesos recientes de las imágenes en el registro de lo geopolítico? ¿Hay ahora un nuevo tipo de orden o de desestabilización de las imágenes, cuya comprensión se facilite al pensarlas dentro de la geopolítica? Una primera aproximación podría suponer que el concepto de geopolítica tiene mayor neutralidad valorativa que otros como colonialismo o imperialismo, y permitiría, por tanto, una descripción más objetiva del reordenamiento actual de las imágenes. Pero ya el presupuesto de concebir la organización de las imágenes en clave geopolítica podría sesgar la mirada y excluir otros condicionamientos o modos de existencia de las imágenes: por ejemplo, su configuración religiosa o su oposición a la escritura, que en ciertos periodos operaron como principios organizadores. Quisiera tomar la noción de geopolítica como un campo problemático, como un instrumento descriptivo, sin conceder más que un valor hipotético provisional a la organización globalizada del poder simbólico que pareciera implicar. Me parece, en este sentido, una noción más aséptica que las de world music, world litterature, y cinemà-monde, admitidas casi siempre como representaciones “realistas” sin suficientes dudas. Sabemos qué confusiones están generando estas aplicaciones apresuradas a procesos diversos de globalización cultural. No sólo en las tiendas de discos y la producción literaria o fílmica sino en las teorías socioculturales de estos campos.
También prefiero pensar desde la geopolítica y evitar otras nociones establecidas para caracterizar las interacciones en el mundo, que podríamos designar como descripciones con dedicatoria. Pienso, por ejemplo, en las teorías del colonialismo, el imperialismo y el poscolonialismo. No pretendo que la geopolítica sea una disciplina incontaminada; recuerdo que Jacques Attali la definió como la “ciencia de las relaciones de fuerza inventada por los geógrafos alemanes para analizar la amenaza rusa” (Attali; 1998:151). Diré en qué sentido concibo el trabajo geopolítico sobre las imágenes como un estudio menos condicionado por la crítica a modos particulares de dominación o por la exaltación de ciertos sectores oprimidos.
3. ¿Colonialismo o imperialismo cultural?
3.1. La pregunta clave para estudiar las condiciones actuales de participación desigual y de organización del poder en los intercambios culturales internacionales es si siguen siendo productivos los recursos teóricos de décadas pasadas, como la concepción bourdieunana de los campos y los esquemas interpretativos del colonialismo y el imperialismo. No puedo extender aquí un análisis detallado, pero selecciono algunos datos y argumentos. Lo primero que llama la atención es que colonialismo aparece aplicado a la cultura en artículos o libros de carácter periodístico, pero no como término autónomo en los diccionarios u obras de referencia panorámica sobre estudios culturales publicados en varias lenguas en la última década. Algunos ejemplos: ni el Diccionario crítico de política cultural, de Texeira Coelho (1997), ni los Términos críticos de sociología de la cultura, dirigido por Carlos Altamirano (2002), ni el Diccionario SESC sobre el lenguaje de la cultura, de Newton Cunha (2003), ni el libro La culture: de l’universel au particulier, coordinado por Nicolás Journet (2002), ni A companion to cultural studies, editado por Toby Miller (2001), consideraron necesario tratarlo en forma independiente.
El libro que ofrece quizá un paisaje más erudito, aunque incorporando casi exclusivamente bibliografía en inglés, el Diccionario de teoría crítica y estudios culturales, coordinado por Michael Payne, no dedica ningún artículo al colonialismo. Pero en el largo texto sobre “estudios poscoloniales” reconoce la dificultad de explicar sólo bajo la lógica de la dominación intercambios culturales tan diversos como los que las potencias mundiales tuvieron con naciones diferentes de África, América Latina y Asia, subordinando el complejo y variadísimo desarrollo cultural de los países del “tercer mundo” al proceso colonial (Sagar, en Payne, 2002:245-250). En rigor, el ámbito de aplicación del pensamiento poscolonial ni siquiera abarca a los tres continentes amontonados bajo el membrete de tercer mundo; en su elaboración teórica, política y cultural prevalecen autores de lengua inglesa procedentes de excolonias británicas, que pasaron a enseñar y escribir en los países colonizadores. En la línea irónica de Attali, podríamos decir que el poscolonialismo es la manera hallada por académicos euronorteamericanos, y por algunos intelectuales africanos y asiáticos transplantados a las metrópolis, para construir una filosofía de la historia y de la cultura que –criticando la dominación de occidente- preserva la hegemonía interpretativa occidental incorporando en un lugar más digno a las culturas diferentes, en la medida en que son relacionables con las metrópolis.
Esta interpretación, verificable en ciertos programas museográficos, políticas editoriales y cursos universitarios que se nombran poscoloniales, sería inaplicable a otros trabajos metropolitanos conscientes del riesgo de eufemizar una hegemonía al criticarla. No podemos dejar de reconocer la aportación desconstructiva de autores que han sofisticado el análisis de las desigualdades y la dominación intercultural, y logran detectar sus efectos escondidos con más sutileza que los análisis clásicos sobre el colonialismo, el imperialismo y las críticas a la dependencia cultural. Muchos estudios poscoloniales, al mismo tiempo que desmontan las estrategias de dominación, contribuyen a comprender la riqueza y potencialidad de las narrativas nacionales o étnicas, de literaturas orales y usos populares del espacio urbano, de modos de ser mujer o migrantes cuya dinámica no se agota en la polaridad entre occidente y sus otros. Estoy pensando, por ejemplo, en textos de Edward Said, Homi Bhabha y Stuart Hall, o políticas museográficas que instauran una interlocución abierta y multidireccional como la del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, notoriamente su exposición Occidente visto desde Oriente, realizada en 2005.
Como latinoamericanos, hemos encontrado que los aportes del pensamiento poscolonial tienen que confrontarse con la situación sociocultural de países que ya desde el siglo XX no eran asimilables a la India ni al África. Pese a los intentos de algunos latinoamericanistas residentes en Estados Unidos de transferir la teorización poscolonial asiática o africana a América latina, sólo han logrado generar interpretaciones interesantes de los “legados coloniales”, o sea sobre la persistencia de narrativas formadas durante la época colonial en discursos actuales que se ubican en una trama sociocultural muy diferente. Si por colonialismo se entiende la ocupación político-militar del territorio de un pueblo subordinado, las naciones latinoamericanas dejaron de ser colonias hace dos siglos, con excepción de Puerto Rico. Las contradictorias condiciones actuales de la producción de imágenes deben ser explicadas en América latina como parte de la modernidad y de nuestra posición subalterna dentro de las desigualdades de la globalización. En otras regiones sigue irrumpiendo la prepotencia colonial, pero como ocurre en Irak hay que pensar sus obstinadas reapariciones junto con los fracasos –militares, económicos y políticosque las acompañan, entre cuyas causas es clave la inviabilidad de la dominación cultural concebida como acción colonialista.
3.2. ¿Tiene mayor vigencia actual la teoría del imperialismo para dar cuenta de las interacciones culturales transnacionales? Se ha diferenciado al imperialismo del colonialismo sosteniendo que, en tanto éste se realiza mediante la ocupación político-militar del territorio de otra nación, la dominación imperialista se ejercería gobernando a distancia a los países subordinados para favorecer la expansión económica de la potencia imperial. Esta noción clásica no es suficiente para explicar cómo los países hegemónicos operan a través de redes transnacionales, usando su poder en los organismos que rigen los mercados (FMI, Banco Mundial), y, cuando es necesario, mediante intervenciones militares puntuales.
En vista de que el capitalismo ya no funciona según una lógica fordista, con rígidos intercambios desiguales entre países industrializados y productores de materias primas, es necesaria otra concepción acorde con el sistema económico mundial flexible, globalizado, que genera otro tipo de asimetrías. Las teorías de la globalización muestran, desde los años noventa, mayor capacidad de captar la nueva estructura deslocalizada de estas interdependencias y del poder que regula sus conflictos. Sin embargo, algunos autores advierten sobre el riesgo de aceptar como inevitables las orientaciones actuales de la globalización al sobrevalorar su “lado blando”: intensificación de las comunicaciones, diversificación de las ofertas y los consumos, cooperación política y económica internacional. Por eso, prefieren caracterizar nuestra etapa como postimperialista, en la que ciertas dependencias y modos de dominación imperialistas persisten bajo formas a la vez concentradas y dispersas, basadas menos en el control de territorios que en la producción y el manejo de conocimientos científicos y tecnológicos, “sobre todo en aquellos sectores de punta de la acumulación: la informática, la electrónica, la biotecnología” (Luis Ribeiro, 2003: 53).
Esta ambivalencia de la globalización aparece más clara si tomamos en cuenta conjuntamente el papel del conocimiento y de las representaciones. La configuración geopolítica de los saberes es tan importante como la organización transnacional de las representaciones e imágenes en las artes y las industrias culturales. Ambas dimensiones de la sociedad del conocimiento no suelen pensarse juntas. Quienes prefieren hablar de sociedad de la información suelen limitarse a ver cómo la modernización digital puede abaratar los costos de la producción e incrementar exponencialmente la capacidad de procesar, almacenar y transmitir datos. Esta visión restringida condiciona los debates sobre la desigualdad y los desequilibrios internacionales. Se supone que el desarrollo social y cultural depende de que todos los países se integren a la revolución digital e informacional, todos los sectores de cada sociedad accedan a “trabajos inteligentes” a través de las nuevas destrezas y la conexión con las redes donde se obtiene información estratégica. Las otras dimensiones del desarrollo vendrán por añadidura. La tecnologización productiva, la expansión de los mercados y su integración transnacional incrementará los beneficios económicos. Como consecuencia, el acceso directo y simultáneo a la información va a democratizar la educación y mejorar el bienestar de la mayoría. En lo político, crecerán las oportunidades de participación y se descentralizará la toma de decisiones.
Sin embargo, el conocimiento que una sociedad se da a sí misma, y lo que es capaz de hacer con él, involucra saberes y representaciones. Miremos lo que ocurre, por ejemplo, con la publicidad: es un área clave para impulsar el desarrollo económico y orientar el consumo, pero a la vez revela el entrelazamiento existente entre los saberes y los imaginarios afectivos. Hay una analogía, no una correspondencia causal, entre la lógica social desigual de la producción internacional de conocimientos científicos y la desigual circulación de las producciones narrativas, musicales y audiovisuales industrializadas en que minorías y mayorías desenvuelven su pensamiento y sensibilidad.
Otra dimensión en la que esta analogía y esta desigualdad son elocuentes se encuentra en el uso del inglés. Es notable, en los últimos años, la equivalencia entre el predominio del inglés en la producción, circulación de saberes científicos, y su prevalencia en las imágenes y representaciones sociales que se difunden en las pantallas de cine, televisión, computadoras y videojuegos (Ford 1999; García Canclini, 2004, cap.9; Hamel 2003).
Redes de información y redes de entretenimiento, aunque operan con lógicas parcialmente distintas, proveen formas de conocimiento y autoconocimiento, de diagnóstico e identificación, donde el inglés es hegemónico. La prevalencia de esta lengua separa, en ambas redes, a los países protagonistas, marginales y excluidos. La convergencia digital multimedia favorece la construcción de estructuras globalizadas de poder que articulan en políticas de conocimiento cómplices modelos cognitivos y experiencias simbólicas.
He analizado en otro lugar (García Canclini, 2004) los modos de tratar la diversidad y la interculturalidad como diferencias sintomáticas entre sociedad de la información y sociedad del conocimiento. Para obtener información podemos conectarnos con los otros como si fueran máquinas proveedoras de datos. Conocer al otro, en cambio, tratar con la diversidad de imágenes y elaboraciones simbólicas en que se representa, obliga a ocuparse de su diferencia y a hacerse preguntas sobre la posiblilidad de universalizar las miradas diversas que nos dirigimos.
En el conocimiento representativo generado por las artes y las industrias culturales se advierte con mayor evidencia la complejidad de articular lo diverso y las asimetrías de la interculturalidad. La desigual distribución mediática de los bienes y las imágenes de distintas culturas hace difícil construir una sociedad (mundial) del conocimiento: potentes culturas históricas, con centenares de millones de hablantes, son excluidas de los mercados musicales o colocadas en esos estantes marginales de las tiendas de discos que paradójicamente llevan el título de world music. No hay condiciones de efectiva mundialización si las formas de conocimiento y representación expresadas en las películas árabes, indias, chinas y latinoamericanas están casi ausentes en las pantallas de los demás continentes.
Algo semejante sucede con las ofertas musicales y fílmicas en televisión, vídeos y en las páginas de Internet. La enorme capacidad de las majors hollywoodenses –Buena Vista, Columbia, Fox, Universal y Warner Bros- de manejar combinadamente los circuitos de distribución en estos tres medios en todos los continentes les permite controlar la mayoría de los mercados en beneficio de sus producciones. La India es el único país de gran tamaño donde la exhibición de películas estadounidenses se limita al 4% del tiempo de pantalla. Aun en Europa, donde varios países tratan de disminuir el impacto estadounidense y preservar la cinediversidad con subvenciones a su producción y cuotas a la difusión, aproximadamente un 70% de las salas se ocupa con filmes de Hollywood.
En las ciencias, es cuestionable que la universalidad del conocimiento pueda expresarse suficientemente en el monolingüismo inglés de los simposios, las revistas y el Citation Index. La pretensión de atribuir superioridad al inglés (simplicidad de la gramática, ductilidad para neologismos) es rechazada por los lingüistas, aunque en el campo editorial y en los congresos e intercambios científicos suele establecerse como una cómoda política (Phillipson, 2001; Hamel, 2003). En las ciencias sociales y en los estudios culturales y artísticos, la reducción de experiencias a un habla “universal” acaba diluyendo la diversidad de rutas cognitivas y discursivas que implica la elaboración del sentido.
4. ¿Americanización o globalización? El predominio del inglés en los campos científicos y culturales, así como la hegemonía hollywoodense en el cine, inducen a veces a confundir globalización con americanización. Es innegable el lugar protagónico que tienen en los mercados mundiales Nueva York en las artes plásticas, Miami en la música y Los Angeles en el cine. Películas y programas televisivos estadounidenses son distribuidos por cadenas comunicacionales donde abunda el capital norteamericano. Esos negocios suelen beneficiarse con la enérgica influencia de Estados Unidos en el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y organismos de comunicación transnacionales. El cabildeo (“lobbysmo”) de las empresas y del gobierno estadounidenses viene influyendo para que en países europeos y latinoamericanos se paralicen iniciativas legales y económicas (leyes de protección al cine y el audiovisual) destinadas a impulsar su producción cultural endógena. Pero es simplificador sostener que la cultura del mundo se fabrica desde Estados Unidos, o que este país detenta el poder de orientar y legitimar todo lo que se hace en todos los continentes.
Si la articulación transnacional de las industrias culturales no es inteligible con las teorías del colonialismo o el imperialismo, menos aún adjudicando responsabilidad ilimitada a un solo imperialismo: el norteamericano. En el campo editorial, por el arraigo de la literatura en una lengua particular, los libros y revistas tienden a difundirse dentro de contextos lingü.sticos y repertorios estilísticos limitados. La escritura ha sido la primera zona cultural modificada por la industrialización, pero a la vez su inserción en tradiciones localizadas restringe la homogeneización e integración mundial. El poder de programación editorial en castellano se trasladó de América latina a empresas españolas y luego al área latina de Europa cuando Mondadori compro a Grijalbo, Planeta a Ariel y Seix Barral.
Por otro lado, aun en las industrias audiovisuales con mayor peso de corporaciones estadounidenses, debe considerarse la diversidad de preferencias de los públicos. Las encuestas sobre consumo musical revelan que en América Latina no predomina la música en inglés, ni lo que se llama “música internacional”, como unificación de lo anglo-americano y lo europeo. En Perú prevalece la chicha, en Colombia el vallenato, en los países caribeños la salsa, en Brasil el 65 por ciento de lo escuchado proviene del conjunto de músicas nacionales, en tanto en Argentina, Chile y México la combinación de repertorios domésticos con otros en español supera la mitad de las preferencias.
5. ¿Quiénes deciden lo que nos gusta? La revista británica ArtReview publicó en los últimos años listas de los 100 personajes más influyentes en el mundo del arte. Hay una teoría implícita detrás de este modo de identificar las decisiones: se atribuye el poder a individuos más que a las estructuras y las instituciones. Sin embargo, el hecho de que en el inventario 2005 sólo 20 por ciento de los seleccionados sean artistas (Damien Hirst en primer lugar), y prevalezcan galeristas como Larry Gagosian, coleccionistas como François Pinault, directores de museos como Nicholas Serota de la Tate Gallerie y arquitectos como Herzog and De Meuron, Renzo Piano y Rem Koolhaas, remite a la compleja trama transnacional de museos y envases arquitectónicos, revistas, ferias y bienales, fundaciones, tiendas, sitios de Internet y actividades paraestéticas. El alcance transnacional de estos actores e instituciones acerca la circulación de las artes visuales a lo que sucede en las áreas de industrialización de las imágenes.
“¿Quién creó a los creadores?” se preguntaba Pierre Bourdieu en una conferencia dada en 1980. Necesitamos renovar nuestras preguntas y categorías para comprender los movimientos del arte y su inscripción en las lógicas más vastas de la visualidad contemporánea. Las ciencias sociales y los estudios culturales han demostrado cuánto deben los artistas al “campo de producción artística” y por qué no es posible captar la lógica de la visualidad intercultural y multilocalizada sólo identificando individuos-faro. El mundo artístico no funciona al modo de las superproducciones donde gobiernan los Batmans, Supermans, Hombres Araña y alguna Mujer Maravilla. Así como en la producción cinematográfica estas narrativas de superhéroes no corresponden al disminuido papel de los directores y guionistas en la creación, tampoco el sentido y el poder de las imágenes depende sólo del papel que suele atribuirse a artistas o curadores individuales.
¿Cuál es, entonces, el lugar de los sujetos en la construcción del sentido artístico? Voy a detenerme en las trasformaciones observables en los museos, ya que tal vez sea el lugar decisivo de convergencia de los participantes en el campo artístico y como configurador de los valores y significados estéticos. Después de las críticas que recibió en el siglo XX porque su ritualización y solemnidad asfixiaban la innovación, luego de tantas búsquedas en la calle o los movimientos sociales como alternativas más democráticas de comunicación, los museos resurgen como instancias consagratorias, algunos aumentan su público y logran situarse en las redes estratégicas de comunicación intercultural.
La revalorización de los museos se busca, en parte, reubicándolos en el sistema multimedia de las comunicaciones. La mediatización y digitalización de los bienes y mensajes culturales ha transformado las tareas clásicas de los museos: coleccionar obras, conservar patrimonios y comunicarlos a diferentes públicos. Para mencionar dos aspectos clave de esta mutación, diré algo sobre lo que está sucediendo con las nociones de obra y de sujeto.
Ante todo, la producción, circulación y recepción de las artes se organiza cada vez menos en torno a las obras, entendidas como objetos excepcionales, producidos con carácter único para ser exhibido durante largo tiempo y contemplado en espacios silenciosos. Desde el happening a las performances e instalaciones, desde las intervenciones en los medios a la producción de “obras” inmateriales destinadas a circular en Internet, lo que hoy llamamos arte se despliega en conversaciones o intercambios, improvisaciones, traducciones interculturales o composiciones colectivas que funcionan más como asambleas dispersas que como colecciones de objetos o mensajes. Se tiende a operar, en palabras de Roberto Laddaga, como “una economía de servicios más que de bienes”: aun los museos y galerías buscan ofrecer “menos el valor que se deriva de poseer un objeto único que el valor de participación y reconocimiento como miembro de una escena prestigiosa” (Laddaga, 2004, inédito)
Los cambios en los museos tienen que ver también con la redefinición de los sujetos que protagonizan su acción. Podemos distinguir al menos cinco etapas. En un primer período, los sujetos clave fueron los conquistadores. Los museos nacieron para depositar los trofeos de la colonización: el Museo del Louvre, el Británico, el Metropolitano de Nueva York. Posteriormente, podemos extender esta noción a algunos museos nacionales. El Museo Nacional de Antropología de México, por ejemplo, resultó también de una conquista o de lo que algunos antropólogos han llamado el “colonialismo interno”, a través del cual se apropió de bienes, patrimonios de culturas locales o indígenas, y se centralizó en la capital.
En una segunda etapa, los museos se transformaron en relación con los gestores del nacionalismo. Fueron los escenarios para que los Estados teatralizaran la cultura nacional. Es el caso del mismo Museo Nacional de Antropología y de muchos museos nacionales de arte, que desarrollaron una ritualización histórica y estética con el fin de proponer una lectura compacta de la historia nacional.
Sólo en una tercera etapa los museos tuvieron a los artistas como sujetos. En la culminación de las vanguardias, en los años sesenta del siglo pasado, y en el primer momento del posmodernismo, en los setenta y ochenta, los artistas centralizaron los proyectos museográficos y galerísticos. Íbamos a visitar los museos para ver una exposición de Picasso, de Tamayo, de Bacon o de Warhol. Incluso se crearon museos con nombres de artistas, no sólo para reunir y mostrar sus obras sino para dejar una marca cultural. En este período, el museo se desprende de la obligación de representar culturas nacionales y pasa a ser una escena exaltatoria de la creatividad individual, sobre todo de los artistas internacionalizados. Aun en los museos nacionales los artistas que ocupan lugares centrales son aquellos de cada país que han logrado internacionalizarse.
En la cuarta etapa, dos nuevos actores reordenan el significado y la misión o función de los museos: los empresarios y las fundaciones. Las nuevas estrategias de financiamiento de la cultura y de inversión de las empresas articularon el arte con los circuitos comerciales y financieros. El proceso comenzó en Estados Unidos y se fue globalizando. En América latina, desde que la fundación del industrial Mattarazo creó la Bienal de Sao Paulo y la familia di Tella estableció el Instituto del mismo nombre en Buenos Aires a mediados del siglo XX hasta Televisa o Jumex en México, en épocas recientes, unos cuantos empresarios latinoamericanos participan activamente en la formación de colecciones e instaurando espacios de orientación y consagración. Su presencia se vuelve decisiva en la medida en que la gestión de los museos, bienales y exposiciones requiere financiamientos más altos, mientras los Estados achican sus presupuestos y se repliegan en la administración convencional de los patrimonios históricos.
Llama la atención la reorganización de muchos museos para que asuman un rol empresarial. Algunos convierten su nombre en una marca o franquicia, como el Museo Guggenheim, con sedes en Nueva York, Venecia, Berlín, Bilbao y Las Vegas, y el anuncio de una sucursal con ese nombre en Guadalajara, con aportes de empresarios privados y del ayuntamiento de esa ciudad. Este anuncio me hizo pensar en el doble carácter patrimonial que presentan muchos museos en la actualidad. El Guggenheim incluye patrimonio tangible, ya que tiene obras de Picasso, Kandinsky, Bacon, Dalí y muchos artistas contemporáneos. Pero Guggenheim también es patrimonio en otro sentido: es una franquicia. Para los museos que abrió fuera de Nueva York con su nombre la fundación Guggenheim no aporta recursos económicos para su construcción ni obras artísticas en forma permanente, sino iniciativas museográficas, y sobre todo el prestigio de su marca como atractivo para irradiar expansión económica en el entorno. Guggenheim ofrece un patrimonio intangible, que tal vez se convierta en ganancias tangibles.
Por último, vemos que disminuye la importancia de los autores-artistas en las exposiciones, debido a la aparición de dos nuevos sujetos con los que se busca renovar la seducción de los museos: los arquitectos y los curadores. En vez de llamarnos a ver la exposición de tal pintor o escultor, nos convocan a ver el museo de Gehry o de Libenskid: el diseño del edificio, sus materiales y sorpresas estéticas, aparecen como la mayor novedad. Cuando la atracción aún proviene de dentro del museo es por la interpretación ofrecida por un curador que relee la historia de un periodo artístico, o los modos de percibir el cuerpo, la memoria o el sufrimiento, sin importar mucho quienes son los artistas incluidos. Los nuevos sujetos son los curadores, por ejemplo Achile Bonito Oliva o Okwni Enwezor, quienes convocan a los museos o bienales para que reconozcamos, más que nuevas imágenes, sus relecturas conceptuales que reordenan obras de artistas ya conocidos. Son estos dos nuevos sujetos creadores, los arquitectos y curadores, o sea los profesionales de la puesta en escena y la conceptualización, quienes consiguen más financiamientos, los que atraen a los públicos, fundaciones, galerías-faro, bienales y revistas.
6. ¿Import o Export? Sugerí antes que, si bien en las artes el papel de los sujetos tiene más envergadura que en la producción industrializada de imágenes, no es aceptable la sobrevaloración que a veces se otorga a los artistas, y últimamente a los arquitectos y curadores. No parece ser tan decisivo el curador como persona, sino la función curatorial y su modo de rearticular a los otros componentes del campo artístico. El curador actúa en interconexión con las instituciones, con museos, fundaciones y galerías, e inclusive con los patrocinadores, empresas y medios de comunicación. Es el conjunto de los campos artístico, empresarial y mediático el que se recompone para perseguir nuevos poderes y ganancias, para poner énfasis en las funciones intelectuales, en las innovaciones o relecturas de lo conocido. Existe un proceso económicocultural- comunicacional de reorganización de las funciones de los museos, con nuevos actores, conectados no sólo con las exigencias del campo artístico sino con el desarrollo urbano, con las inversiones económicas transnacionales y en competencia con los espectáculos masivos y los diseños industriales y gráficos. Aun los artistas y curadores con más poder de autoría para decir yo, debieran hablar de nosotros.
¿Qué significa esta reformulación de las estructuras y los sujetos artísticos en relación con las tendencias geopolíticas actuales de la cultura? ¿Quiénes tienen posibilidad de ser actores globales en la producción y circulación de imágenes? No estamos ya divididos como colonialistas y colonizados, o en países imperialistas y dependientes. Participamos en una situación más compleja, que autores como Toby Miller y George Yúdice denominan “la nueva división internacional del trabajo cultural”.
De modo análogo a la clásica división internacional del trabajo entre países proveedores de materia prima y países industrializados, en la producción cultural hallamos la escisión entre países que concentran el acceso tecnológico a los recursos más avanzados de producción audiovisual, con consumo más extendido de las élites, y, por otro lado, países con bajo desarrollo industrial de la cultura y capacidad de participación poco competitiva en los mercados artísticos, musicales, cinematográficos, televisivos e informáticos.
La actual división internacional del trabajo cultural se manifiesta más rotundamente en la industrialización de la cultura, donde las tecnologías digitales facilitan la separación de las etapas de la producción, la edición, los estudios de público, la publicidad y la exhibición. Hollywood no necesita administrar en su propia casa todos estos momentos del trabajo cinematográfico, y subcontrata con empresas grandes y pequeñas, y aun con individuos localizados en otros países, actividades específicas: se habla, por eso, de que su economía está basada ahora en una “acumulación descentralizada” (Miche Wayne, 2003: 84, citado por Toby Miller, 2005). En este régimen de producción audiovisual, a escala del planeta, Hollywood coproduce en forma transnacional comprando barato el trabajo de guionistas, actores, técnicos, publicitarios, y aun paisajes y recursos de distribución y exhibición en otros países, todo lo cual es subordinado a las estrategias de las transnacionales, y con el apoyo de las políticas proteccionistas y los privilegios impositivos que el gobierno estadounidense brinda a su industria cinematográfica, así como la presión internacional sobre las demás naciones para que favorezcan la expansión de su cine. En Europa, donde se desarrollan los programas más consistentes para impulsar sus propios filmes, también la coproducción internacional es clave, en este caso con subsidios explícitos de los Estados y de fondos regionales, para construir una industria alternativa a la hegemonía estadounidense. Bajo financiamiento de capitales transnacionales o con fuerte apoyo de fondos públicos, la producción de discursos audiovisuales reorganiza las disputas por la hegemonía y la desigualdad no sólo como enfrentamiento entre naciones hegemónicas y periféricas sino en una compleja trama de coproducción transnacional. Aun la resistencia, para alcanzar cierta eficacia, se postula como coproducción transnacional y multimedia.
La desigualdad en la división del trabajo cultural se debe a los condicionamientos nacionales (el acceso inequitativo al desarrollo socioeconómico, tecnológico y educativo) y también a las políticas regionales con las que se busca impulsar y expandir el patrimonio cultural. Encontramos países asociados con programas educativos, culturales y comunicacionales que potencian el desenvolvimiento de sus artes e industrias culturales (la Unión Europea), países que favorecen la expansión transnacional de sus industrias y del comercio cultural (Estados Unidos, Japón, Canadá) y países que repiten rutinariamente una política de gestión de su patrimonio artístico y cultural hacia adentro (la mayor parte de América Latina).
En los últimos años están ocurriendo dos cambios complementarios: la formación de bloques regionales para fortalecer conjuntamente la producción cultural y comunicacional, y consecuentemente, la aparición de nuevos sujetos multinacionales en la competencia global. El proceso más avanzado, como acabo de decir, es el de la Unión Europea. Pero también se aprecian logros en la configuración de un espacio audiovisual iberoamericano, cuyo mejor resultado operativo es el programa de coproducción cinematográfica Ibermedia (Bonet, 2004). La conformación de un espacio cultural iberoamericano cuenta asimismo, con análisis nuevos sobre las oportunidades y los obstáculos de una cooperación que articule con mayor efectividad la producción audiovisual, editorial, educativa y los usos turísticos del patrimonio en el mercado hispanohablante, y posicione mejor a esta región en los intercambios globales (Bonet, de Carvalho, Hopenhayn, en García Canclini, 2005).
Así como existe una división internacional del trabajo cultural, hay una división internacional, en el campo-mercado del poder cultural. Al hablar de campo-mercado, quiero decir que el poder no es, como en Bourdieu, sólo un efecto de la interacción entre los actores que forman parte del campo, pues a ellos se suman las fuerzas de mercado que convergen en la gestión de este tipo particular de bienes. Si a la producción de las imágenes del patrimonio cultural concurren –además de historiadores, antropólogos, coleccionistas, museos y públicos- las agencias de turismo y de publicidad, la televisión y los productores de cine e Internet, o sea quienes industrializan el patrimonio, el poder no está distribuido sólo entre los especialistas que participan en el campo sino también entre el conjunto de fuerzas económicas que lo convierten en mercado.
Las fuerzas económicas son más influyentes en la generación de imágenes donde prevalece, desde el comienzo del proceso creativo, la estructura industrial y transnacional de la producción, como en las industrias cinematográficas y fonográficas. Pero también sucede en la producción editorial y de artes visuales. Por un lado, porque las inversiones proceden de empresas multimedia (Berstelman, Time Warner-AOL, etc.) que articulan en sus condicionamientos productivos intereses editoriales o artísticos con intereses mediáticos, publicitarios, de diversas áreas del entretenimiento y aun de bancos y otras fuerzas no específicamente culturales. Cuando a fines del siglo XX los grandes grupos editoriales comenzaron a ser manejados por banqueros y negociantes del entretenimiento masivo, como relata André Schiffrin en su libro La edición sin editores, éstos trasladaron al campo de los libros las exigencias de ganancia a las que se acostumbraron en los otros negocios, exigieron que la rentabilidad subiera del 3 por ciento histórico que anualmente habían tenido las editoriales al 15 por ciento o más: para ello fusionaron la fabricación de libros con otros productos multimedia, eliminaron de los catálogos los libros que se venden lento (aunque sean valorados por la crítica y tengan salida constante). Por otro lado, esta reubicación de las editoriales en un mercado mayor ocurre también en la exhibición y el consumo: los libros pasan de las librerías a las grandes superficies en las que compiten con videos y discos, objetos de uso cotidiano y de diseño, donde se buscan clientes más que lectores o espectadores. La autonomía del campo, aun cuando conserva cierta dinámica propia, como en las editoriales y los museos interesados en el prestigio literario y artístico, debe articularse con las presiones de mercados extraculturales.
7. ¿La globalización clausura las artes nacionales? El tratamiento geopolítico de la condición actual de las imágenes no debiera encararse como la sustitución de las relaciones arte-nación por el vínculo arte-globalización. Ya vimos que en el consumo musical el control de empresas transnacionales sobre la producción y comercialización no acaba con las formas nacionales de difusión, ni con las músicas nacionales. Aun en el campo Néstor García Canclini El poder de las imágenes 50 51 cinematográfico, donde Hollywood genera el mayor número de filmes por año y controla gran parte de las cadenas de distribución y exhibición, países como España y Francia, Argentina y Brasil, que estimulan su producción y protegen los espacios para difundirla, incrementan sus públicos propios y su expansión internacional.
En las artes visuales, si bien la escala de referencias se viene ampliando en la creación, la difusión y la recepción, no todo el arte se ha remodelado según la lógica globalizadora. Los artistas que venden sus trabajos por encima de 50.000 dólares conforman un sistema transnacional de competidores, manejado por galerías con sedes en ciudades de varios continentes: Nueva York, Londres, París, Milán, Tokio. Unas pocas galerías, aliadas a los principales museos y revistas internacionales, manejan en forma concentrada el mercado mundial. Sotheby´s y Christie´s abarcan casi tres cuartas partes del mercado internacional de ventas públicas de arte. Si bien el predominio de capitales norteamericanos en Sotheby´s puede asociarse con el papel hegemónico de Estados Unidos, ambas firmas poseen centros de venta en más de 40 países y han instalado oficinas en más de cien, en todos los continentes (Moulin, 2000). Otras galerías menores también tienen una estructura multinacional, lo cual da a sus operaciones una versatilidad financiera y estética que les permite actuar en relación con movimientos, artistas y públicos de diversa procedencia. La reestructuración transnacional y desterritorializada se consolida con la multiplicación de ferias y bienales, que elevaron a Basilea, Johannesburgo, Kasel, Madrid, Sydney, Sao Paulo y Taipei como centros de confrontación y valoración del arte. La diseminación de las ventas por Internet y el acceso en línea a la información sobre los grandes acontecimientos contribuyen a una organización multifocal de las estructuras de poder que hacen circular las imágenes.
Entre tanto, en los países europeos y latinoamericanos la producción artística sigue haciéndose también en diálogo con tradiciones iconográficas nacionales y circula mayoritariamente sólo dentro del propio país. Un análisis integral –no referido sólo a las figuras líderes- debe atender, en la investigación y las políticas culturales, a los escenarios de consagración y comunicación locales.
8. ¿Es fatal la opción entre el mainstream y lo nacional-regional? Tanto desde una perspectiva europea como latinoamericana (quizá aplicable en Asia y África) encuentro que la tensión es cada vez menos entre abstractas nociones de lo global y afirmaciones autosuficientes de lo propio. No se busca la simple inserción en las escenas metropolitanas, sino la construcción de muchos circuitos, bienales y redes, a veces para hacer interactuar específicamente a las periferias.
En países de América Latina, de Europa y aun en Estados Unidos, encontramos artistas, museos y galerías que hablan en un lenguaje internacional sin abdicar de los contextos locales. No los enarbolan con folclorismo etnocéntrico, ni sólo para sus connacionales, sino para intervenir en conversaciones transculturales. Más que la disyuntiva entre lo propio o lo otro, les preocupan los cortocircuitos y las asimetrías.
Escribe Gerardo Mosquera: “De Turquía a China, la obra de muchos artistas jóvenes, más que nombrar, describir, analizar, expresar o construir contextos, es hecha desde sus contextos en “términos internacionales”. Las identidades, así como los entornos físicos, culturales y sociales, son desempeñados más que meramente mostrados, contradiciendo así las expectativas de exotismo.” (Mosquera, 2004: 87).
En países muy globalizados, donde las culturas regionales y locales mantienen notoria diversidad, como España o Brasil, vemos que la inserción en los circuitos mundializados no se hace sólo como cultura nacional sino desde modulaciones regionales que en algunas zonas, como Cataluña y Valencia, o Porto Alegre y Bahía, se presentan ante el exterior con afirmaciones peculiares e instituciones o recursos comunicacionales distintivos. Podrán multiplicarse los ejemplos en otros continentes, como hace Joost Smiers, para mostrar que la deslocalización propiciada por las tendencias globalizadoras y los fáciles contactos de Internet permiten que muchas culturas locales se desarrollen y se comuniquen con los centros mundiales sin pasar por la capital del propio país (Smiers: 2003: cap 4). Sabemos hace tiempo que la perseverancia de competencias interculturales no autoriza a interpretar los procesos globalizadores como sinónimo de homogeneización. La tarea pendiente es comprender las varias escalas en las que se articula la interculturalidad saliéndose de lo exclusivamente global o local.
Sin embargo, encontramos que las intersecciones entre lo global y lo local se encuentran menos estudiada en las artes visuales que en el cine o en otras industrias culturales. Hay una zona en penumbra cuando miramos cómo se reordenan los intercambios y las ignorancias recíprocas entre la mundialización del gran mercado del arte y los movimientos nacional-regionales. Más que un saber actualizado, quedan preguntas flotando.
9. Al artista ¿qué traje le conviene ponerse? Finalmente: ¿cuál puede ser el lugar de los sujetos en el reordenamiento geopolítico de las imágenes? En un libro producido en 2003 para acompañar una exposición valenciana sobre los cambios de la práctica artística en la era postindustrial, Del mono azul al cuello blanco, encuentro algunas indicaciones. Miguel Molina hace un recorrido por el siglo XX. En el futurismo italiano, Néstor García Canclini El poder de las imágenes 52 53 los artistas se pusieron uniforme militar, se enamoraron de las imágenes y los ruidos de la guerra. En el futurismo y constructivismo rusos, los artistas se vistieron como obreros, hasta diseñaron su propio mono de trabajo –como Rodchenko y Tatlin- y también máquinas, casas y fábricas. Luego, dice Molina, los artistas se pusieron cuello blanco, se volvieron agentes comerciales underground como Warhol, Mesías-Chamán como Beuys, corredor de Bolsa y Museos como Jeff Koons, grafitero de la calle y salón como Keith Harring.
La lista es interminable, y su extensión revela algo elemental: que no hay contexto, ni proceso ni lugar de sujeto específicos de los artistas. Conviene decir enseguida que esta diseminación de la práctica del arte resulta, sólo en pequeña medida, del voluntarismo de los creadores. Es básicamente la consecuencia de un movimiento devorador del capitalismo que busca relegitimarse incorporando a su programa los valores en nombre de los cuales era criticado. Una buena parte de estos valores proceden del arte moderno, y por eso dos sociólogos, Luc Boltanski y Éve Chiapello, colocan “la crítica social” al sistema capitalista, basada en el cuestionamiento a la explotación, la creciente miseria y el egoísmo de intereses particulares, en un nivel tan significativo como lo que llaman “la crítica artística”. Surgida en “el modo de vida bohemio”, y reactivada en los años sesenta del siglo XX, esta crítica señala el desencanto y la inautenticidad, la opresión vital y la pérdida del sentido de lo bello y lo grandioso derivados de “la estandarización y la mercantilización generalizada” (Boltanski y Chiapello, 2002: 85). La respuesta dada por la gestión empresarial consiste en promover la creatividad de los asalariados, premiar su invención, imaginación e innovación, usando sobre todo las tecnologías recientes, especialmente en los sectores de plena expansión como los servicios y la producción cultural; incorporando la demanda de autenticidad, hecha frente a la producción en masa y la uniformización de modos de vida, mediante la producción flexible en pequeñas series y la diversificación de bienes comerciales, sobre todo en la moda, los placeres y servicios. Así, sostienen estos autores, se ha debilitado “la oposición sobre la que descansaba desde hace un siglo la crítica artística: la oposición entre intelectuales y hombres de negocios y de producción, entre artistas y burgueses” (Boltanski y Chiapello, 439).
Extendido este modelo al mundo entero, aplicado incluso a instituciones culturales reconvertidas en empresas ¿qué posibilidad deja de que los artistas generen imágenes y prácticas diferenciales? Las imágenes que nutrían el peculiar modo artístico de estar en la sociedad –autonomía personal, liberación sexual, creatividad, innovación en lo cotidiano- pasaron a producirse industrialmente y son subordinadas a la obtención de beneficios económicos. Es significativo que la acción simuladora con que la gestión empresarial exalta los valores personales de creatividad e innovación, o sea la función sujeto, se presente con particular énfasis en la escena artística: Néstor García Canclini El poder de las imágenes se esconde así la trama homogeneizadora del mercado del arte bajo la declamada creatividad de artistas, arquitectos y curadores excepcionales.
10. ¿Combinar las alternativas? Cuando el desarrollo capitalista se ha apropiado de los modos de ser artísticos, y la publicidad, los videoclips y las páginas de Internet saquean las innovaciones de las vanguardias (el op y el pop, el modernismo y el posmodernismo, lo sublime y lo siniestro), la pregunta por cómo pueden los artistas insertarse en la vida social carece de sentido. Todos, artistas y espectadores del arte, curadores y sponsors, estamos inmersos en la sociedad y bajo sus reglas. ¿Hay posibilidad de estar de un modo distinto: transgrediendo, criticando, aprovechando los bienes y las imágenes para interactuar de otra manera, o simplemente siendo indiferente? No faltan en los últimos años experiencias de transgresión, movimientos críticos, usos antisistémicos de los hallazgos artísticos (por ejemplo, de lo aprendido en imágenes y performances para acciones ecologistas, defensas de derechos humanos y ejercicios de memoria histórica). También abundan los ensayos de coproducción o de traducción intercultural e intermedios. Sabemos que la política cultural, y más aún una geopolítica de las imágenes, aspira a crear programas que articulen las diversas experiencias alternativas. No obstante, algunas tendencias recientes de la política y la gestión cultural, en coincidencia con el ánimo descentralizado, no totalizador, de las prácticas más jóvenes, se despreocupan de coordinar las búsquedas alternativas, como se pretendía cuando se trataba de construir políticas antiimperialistas. En todo caso, esta conferencia –antes de arribar a respuestas y programas- prefirió discutir las preguntas. ................................................................................................................................................. Altamirano, Carlos (director). Términos críticos de la sociología de la cultura. Paidós, Buenos Aires, 2002.
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